Lo más horrible que le puede suceder a una persona frente al ordenador después de estar escribiendo más de media hora es que, por conjuros de la galaxia de las computadoras, aprietes -por descuido o imbecilidad- una maldita tecla con cara de no he sido yo y desaparezca -hacia no sé donde- todo lo que habías estado escribiendo. La sensación no es nada placentera. Más bien se presta a representar venablos en el teatro de tu cuarto de trabajo y a lanzar improperios a tus dedos por no tener ojos.
Bien, en este mundo, donde la dictadura de los ordenadores es un hecho, los hombres tenemos poco que decir, y mucho que cuidar. Eso me pasó el domingo, mientras escribía lo que todavía no acabo. Menos mal que al lado mío estaba el libro de Walt Whitman, ese poeta que me ha fascinado desde la vez que lo descubrí en los hermoso salones de la Biblioteca Nacional de Lima.
Estoy enamorado de todo cuanto crece al aire libre,
De los hombres que viven entre el ganado,
o de los que paladean el bosque o el océano,
De los constructores de barcos y de los timoneles,
de los hacheros y de los jinetes,
Podría comer y dormir con ellos
Semana tras semana.
Lo más común, vulgar, próximo
Y simple, ese soy Yo.
(Canto de mí mismo, Poema 14, Walt Whitman)
En este poema, el cual me revitalizó y me volvió a la vida de los hombres libres de la dictadura de las máquinas, Whitman declara su amor a la naturaleza, a los hombres. Sus palabras son inmensas como el universo, porque a pesar que se declara –al final del verso- como un vulgar común, parece verlo todo desde arriba como un Dios escritor que sentado en una nube respira el viento de los días, con su espacio y con su tiempo.
Recuerdo, que aquella vez en que bebí la lírica de este poeta nacido en New York, salí de la Biblioteca Nacional, exactamente como él, sobre una nube ,y, recorrí el perímetro de la avenida Abancay, en el centro de Lima, a unos metros del Congreso de la República de Perú, mirando a diestra y siniestra, a través de los ojos de un imberbe de 13 años que acababa de descubrir en esa semana maldita a Borges, Whitman y Hermann Hesse.
De todo eso me he acordado cuando el ordenador se comió para siempre mis textos: citas de Miguel de Cervantes, Dante Alighieri, Goethe, James Joyce, Manuel Rivas y Arturo Pérez Reverte; Roberto Bolaño y Vasili Grossman. Menos mal que Walt Whitman estuvo allí a mi lado, tratando de tomar mi mano, mirándome con sus ojos pequeños, bajo una gorra arropando su larga cabellera y dando sombra a su benemérita barba.
Y dije que el cuerpo no es superior al alma,
Y, nada, ni Dios siquiera, es más grande para uno
Que lo que uno mismo es,
Y quien camina una cuadra sin amra al prójimo
Camina amortajado hacia su propio funeral,
(ibid. Poema 48)
Walt Whitman nació el 31 de mayo de 1819 en Long Island, New York, cuando las tropas independentistas americanas encabezadas por San Martín y Bolivar luchaban contra el yugo español y un año después que naciera en Alemania, Carlos Marx. Los hechos que marcaron su vida fueron la Guerra de Secesión americana, los dos infartos que sufrió y su enfermedad. El autor de „Hojas de hierba“ murió el 26 de marzo de 1892 en Camden, Nueva Jersey.
CUANDO ESCUCHÉ AL DOCTOR ASTRÓNOMO
Cuando escuché al docto astrónomo,
Cuando me presentaron en columnas las pruebas y guarismos,
Cuando me mostraron las tablas y diagramas para medir, sumar y dividir,
Cuando escuché al astrónomo discurrir con gran aplauso de la sala,
Qué pronto me sentí inexplicablemente hastiado,
Hasta que me escabullí de mi asiento y me fui a caminar solo,
En el húmedo y místico aire nocturno,
mirando de rato en rato,
En silencio perfecto a las estrellas.
(Walt Whitman. Título original: „When I Heard the Learned Astronomer“. 1a Edición. 1865)
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