Mientras leo en la primera plana del diario El País, en la estación de trenes de karslruhe, que el ex número tres del Partido Popular español Eduardo Zaplana deja la política por un puesto de trabajo en la Teléfonica española donde percibirá un sueldo de un millón de dólares al año; y , que un apagón dejó a casi toda Venezuela paralizada y a oscuras, y que en China tra la la y en Tibet libertad , y en Chile plup plup plup y que la ONU ha puesto las barbas en remojo para combatir la crisis alimentaria mundial; veo caminar a toda prisa a miles de personas que atraviesan el salón principal de la estación para ir a los andenes de sus respectivos trenes o a la calle. Qué cuadro. Qué imagen. Qué relojes.
Contemplar ese espectáculo de gente que corre o camina sin verse, sin saludarse. Observar esos tumultos que llevan algún pensamiento en sus cabezas o alguna preocupación en sus relojes, me hace sentir profundamente las entrañas de una ciudad colmada de estrés. Y los relojes. Los malditos relojes siguen condenando los retrasos, y, sus agujas se siguen riendo de la velocidad de la tortuga.
Esta ciudad donde vivo, Karlsruhe, es una ciudad pequeña, pequeña pero con una cabeza de gigante. Se mueve como un gigante. Pareciera que me encuentro en París, Madrid o Amsterdam. A la hora en que los trabajadores abandonan sus oficinas y los coches invaden las principales calles desparramando el cansancio de los conductores, sálvese quien pueda. Esta ciudad se aligera, revolotea, los semáforos cambian automáticamente de ritmo.
Y mientras yo (antes de entrar a las aulas o después de salir de ellas) me acurruco con la suavidad de una paloma recién nacida en las plumas de su madre, en este caso, en las hojas de un libro, que llevo siempre conmigo y lo leo o releo lentamente. Qué felicidad se siente, por ejemplo, retroceder una página que te ha gustado y repetir la escena de palabras cayendo como las aguas de una cascada sobre tu cabeza.
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