El año pasado trajimos desde Leipzig una maleta repleta de libros.Una maleta pesadísima que a duras penas la pude cargar hasta el coche, y luego, ya en Karlsruhe, la metí a casa a regañadientes y la arrinconamos en una esquina del cuarto de trabajo. Gracias a Dios que me negué en muchas ocasiones a llevarla al sótano, algunas veces por flojera, y otras, por miedo a enfrentarme a esas toneladas de libros, cuyos títulos aún desconocía. Pero este sábado se abrió el misterio.
Ese día, Arthur se acercó a ella con gran preocupación. Le pasó las manos de arriba abajo, la palpó como palpa a veces la piel de mi rostro- y a veces la araña- entonces tomé la maleta y la eché al piso. Luego se subió sobre ella como sobre un dromedario. En ese momento la curiosidad de Arthur multiplicó la mía. Los dos, abrimos lentamente la cremallera y empezaron a sacar las cabeza un sinnúmero de libros.
Arhtur los fue rescatando, de la panza del dromedario, poco a poco: „Robin Hood“, „Hänsel und Gretel“, die Lustige Susanne, de Lilo Hardel; Lieder aus dem Butzenmannhaus; Böhmens alte Sagen, de Alois Jirásek; Der Vogel mit den goldenen Federn de Elen Bedenek; Pinocchio, de C. Collodi; Die seltsamen Abentuer des Parzival, de Werner Heiduczek; Der schwarze Pfeil, de Robert L.Stevenson; Nikitas Kindheit, Alexej Tolstoi, y otros más.
Luego nos tiramos sobre la alfombra para hojearlos tranquilamente, aunque la verdad, él se dedicó más a morderlos y romperlos. Por la noche tuve adherir con cinta adhesiva un par de joyas de literatura infantil que acompañó la niñez de Babett en su Leipzig natal.
¡Cuanto pesa la literatura!. Cuanto pesaba esa maleta. Me dicen que en el sótano todavía hay un par cargadas de sorpresas. Uno de estos días me daré tiempo de arañar las barriguitas de estos libros, como si fuera un felino dispuesto a comerse los ratones vestidos de letras alemanas. Escribo esto mientras Arthur duerme, y miro la maleta, de reojo, tendida con su panza abierta.
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