|
Me ha entristecido enormemente la noticia de la muerte del poeta José Watanabe. En latinoamérica se tiene la mala costumbre de hablar bien de los muertos, digo esto porque seguro que a partir de hoy se escribirá mucho sobre el desaparecido vate peruano. Los enemigos de antes se volverán amigos. Los lobos de ayer se vestirán de corderos y ocultarán sus caninos y sus garfios y caerán en la mala costumbre de hablar bien de los finados.
Hasta aquí todo bien querido lector, empero, sino hablamos de nuestros muertos ahora que estamos vivos, quien lo hará cuando hayamos muerto, así que pido permiso para hacerlo en este blog y en estos momentos que me entran unas ganas inmensas de recordarle a pesar que hablamos ocho o diez minutos, segundos que significaron para mí imperecederos, largos e infinitos. Hablar con un poeta es hablar con Dios me dijo mi abuelo una vez y eso nunca lo he olvidado.
Gente que conoció a Watanabe lo recuerda como a una persona sumamente cordial y humana. Austera y amistosa. Apenas lo vi una vez. Lo vi en una circunstancia muy rara, como quien encuentra en una playa una botella de cristal con un mensaje en su barriga. Me topé con él mientras hablaba por teléfono en la cabina de programación de Radio Nacional del Perú. En ese ajetreo de ir y venir entre la sala de sonido y la sala de emisión, me vislumbré con él, lo reconocí y placticamos unos minutos, por supuesto, sobre poesía. De qué otra cosa me hubiera gustado hablar con un poeta en medio de ese maremagnum de programas políticos que tenía en ese entonces que producir diariamente para la primera cadena de radio del país, programas que a veces, me provocaban una indigestión de los mil demonios y unos dolores insalvables de las muelas del juicio final. Pero allí estaba el poeta para rescatar a los barcos al garete en medio de la niebla.
Watanabe, terminada nuestra breve charla, me invitó a que pasara a visitarlo. Nunca lo hice. Desde entonces cada vez que me topaba con sus escritos los devoraba con devoción. Libros de él no tuve, pero los poemas o fotocopias que me habían caído en las manos se fueron deteriorando con el tiempo y por la infinidad de lecturas que les hice. El poeta y su poesía siempre estuvo allí, en mi casa de Lima o en mis casas de Europa. Hasta que lo publicaron en España.
Un poeta, a veces, deja faros prendidos en las esquinas de los cuartos de sus lectores. Así se había instalado el vate en mis territorios: como un gerifalte en llamas alumbrando la singladura de mis lecturas.
En verdad que la relación con él había empezado hacía mucho tiempo sin habernos dado cuenta: era más antigua, más remota, porque Watanabe había sido el ganador de una edición anterior del Premio Joven Poeta del Perú, cuya mención honrosa recibí años más tarde que él lo ganara. El norte de Perú lo llevábamos en el corazón, con su polvo y sus caballitos de totora. Desde allí mi honra, desde allí mi recuerdo y mi tristeza por José Watanabe.
Sin embargo la vida es dialéctica, rara, mounstrosamente rara. Porque de la tristeza que había dejado salir de mi voz mientras leía un poema de Watanabe en el programa de radio Haltestelle Iberoamerika, aquí en la ciudad de Karlsruhe, horas más tarde, atravesando las calles de la ciudad para volver a casa, me topé con centenares de hinchas del club de fútbol de la ciudad: el KSC.
Gritaban, saltaban, se doblaban como gatos con su banderas invencibles celestes y blancas. Desde la esquina de Markplatz, los pude contemplar alborozados, poseídos por la algarabía, la locura, la adrenalina que nos hace ocultar el sol con un dedo. Estaban todos perdidos como en un trace en un quirófano y no les importaba que la policía y los guardianes de la red de tranvías lanzaran por sus altoparlantes las órdenes de despejar los rieles del tren. Una congestión de tranvías nació entonces en la Kaiserstrasse, una congestión de chicas y chicos gritando alegres el ascenso del club de la ciudad de Karlsruhe después de nueve años agonía y sufrimiento en segunda y tercera liga. En esas circunstancias pensé en el poeta y en su poema sobre Newton.
El anónimo (alguien, antes de Newton)
Desde la cornisa de la montaña
dejo caer suavemente una piedra hacia el precipicio,
una acción ociosa
de cualquiera que se detiene a descansar en este lugar.
Mientras la piedra cae libre y limpia en el aire
siento confusamente que la piedra no cae
sino que baja convocada por la tierra, llamada
por un poder invisible e inevitable.
Mi boca quiere nombrar ese poder, hace aspavientos, balbucea
y no pronuncia nada.
La revelación, el principio,
fue como un pez huidizo que afloró y volvió a sus abismos
y todavía es innombrable.
Yo me contento con haberlo entrevisto.
No tuve el lenguaje y esa falta no me desconsuela.
Algún día otro hombre, subido en esta montaña
o en otra,
dirá más, y con precisión.
Ese hombre, sin saberlo, estará cumpliendo conmigo.
(Del libro El huso de la palabra)
Watanabe ha muerto, y desde este lugar del mundo (en Alemania lo trataron ya hace muchos años y con éxito del cáncer) lo he recordado en medio de hinchas locos con banderas color de cielo que no eran del Club de Fútbol de Laredo sino del Karlsruhe Sport Club. En medio de este alboroto, tonto, pacato, no sé, por qué no sé si al vate le gustaba el fútbol, he avizorado Laredo (el terruño que le vio nacer) y he tenido unas ganas inmensas de contar a los amigos que llegué a reconocer en la multitud que un poeta de Perú ha muerto y que es inmensa la tristeza, vallejiana. Pensé, qué les interesa a ellos la muerte de un poeta, si ahora ya nadie lee poesía. Entonces me llegó la voz de mi abuelo que me dijo que los poetas nunca mueren. Que se marchan como los ángeles a escribir con el viento a través del cielo azul, azulito como el color de las banderas de este club de fútbol que recorre estos momentos las calles. Watanabe no ha muerto.
No hay comentarios:
Publicar un comentario