jueves, 1 de noviembre de 2007

EL ARTE DE MORIR, ES EL ARTE DE HABER VIVIDO

Por José Carlos Contreras Azaña

La vida no vale nada, o, goza cada minuto de tu vida, porque tú pasarás más tiempo muerto, que vivo; son dos sentencias que me vienen a la memoria en este Día de los Muertos.

Los grafitis los he leído en lavabos de distinta geografía. La primera, en una cantina escondida en las inmediaciones del centro de Lima, en Perú, y, la segunda, en la escuela secundaria Bismarck Gymnasium de Karlsruhe, en Alemania (por supuesto, escrita en el idioma de Hölderlin).
En España, recuerdo haber leído en un retrete de Málaga, parte de los bellos versos de Jorge Manrique: Recuerde el alma dormida,/ avive el seso y despierte/ contemplando/ cómo se pasa la vida,/ cómo se viene la muerte.

Pero las anécdotas más cómicas que he escuchado con respecto a los muertos, pertenecen a Antonio Skármeta y a mi señora madre.

El escritor chileno, cuenta que en Santiago, frente al cementerio de la ciudad, hay un bar que da cara a la puerta principal del camposanto, y ¿se imaginan cómo se llama ese bar?, pues, nada más y nada menos, que Aquí se está mejor que al frente.

Mi madre cuenta que cuando era niña, su abuela preparaba los mejores manjares para su finado esposo; los dejaba servidos en la mesa de la cocina, como para que degustara el muerto en su ausencia, y se iba al cementerio a poner flores a su tumba. En ese lapso de tiempo, mi madre y un primo suyo, volvían a casa y se comían los postres, y, después, salían corriendo de la vivienda con la barriga llena. Al volver, la abuela se amocionaba, creyendo -eso lo cuenta los ojos de una niña inocente- que su muertito había venido del más allá para visitar un rato la casa y saborear el manjar que más le gustaba.

La historia más triste que he escuchado sobre muertos, y es verdadera, proviene de Chepén, norte de Perú, donde un padre se vuelve loco al no encontrar a su hijo en casa y le dicen que vaya al cementerio para verlo, mejor dicho, para palpar su tumba. Y así lo hizo, se fue, y quiso desenterrarlo con sus manos, gritando y llorando, bajo un cielo oscuro en una noche oscura al sur de la línea ecuatorial.

El cuento peruano más gracioso que he leído con respectos a muertos, es el cuento El milagrero del escritor Cronwel Jara Jiménez. El milagrero es la historia de Crisóstomo, un asno que se muere a la vera del camino en Morropón, norte de Perú, y su dueño lo entierra allí mismo, le pone una cruz, le lleva flores y le prende velitas; con el tiempo le construye una urna, y la gente del pueblo imita esa costumbre pensando que en el lugar se halla enterrado un ser que hace milagros. Efectivamente, las personas que se acercan a la tumba del cuadrúpedo le piden milagros, le arrojan monedas, y parece que funciona el asunto de las mil maravillas. El solípedo, que hacía milagros en vida a su dueño ganando el pan de cada día, los sigue haciendo, para él, después de muerto.

Recuerdo a otro muerto peruano, Garabombo, que se vuelve invisible para vengar las opresiones de su pueblo. La verdad que no está muerto, pero la metáfora de la muerte está latente en su páginas. La historia pertenece a Manuel Scorza, publicada en su libro Garabombo el invisible.

Hay tantos muertos en la historia de la literatura universal, que la lista no alcanzaría en esta humilde columna; desde las muertes de grandes personajes, como don Alonso Quijano, Don Quijote, que muere confesado y sin tantas pompas fúnebres, y que en verdad, tras su muerte, el que muere es él y no Don Quijote; hasta la muerte del rey de Babilonia, poseedor de un laberinto, donde hacer perder a sus invitados. Uno de ellos se venga, suelta al rey de Babilonia en el laberinto que no posee ni escaleras ni puertas: el desierto. Allí muere. La gloria sea con Aquel que no muere, escribe al final del relato Los dos reyes y los dos laberintos, Jorge Luis Borges.

Aquí me quedo, no vaya a venir Tutankamon o, el señor de Sipán, o las momias de Guanajuato, y me corrijan estas líneas, porque, a pesar de todo, siempre estamos con un pie, como dicen en el país de Frida Khalo, en la casa de la pelona.

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