Cuando llega el invierno en Europa, lo que hago es abrigarme bien y releer a Hermann Hesse. Hesse sigue siendo para muchos más que un escritor o un poeta; es un acompañante, un amigo, una luz espiritual. En Alemania me he encontrado con gente que lee su literatura con devoción, sin embargo cuando se le dio el Premio Nobel, Hesse era un gran desconocido en su país, como lo fue hasta hace unos meses Herta Müller (gracias a la Academia se ha descubierto para el mundo tanto humanismo hecho palabra en esta mujer nacida en Rumanía).
„El lobo estepario“ fue el primer libro que leí de Hesse. Tenía doce años (Hesse lo escribió cuando cumplía los cincuenta), y seguro que en mis años mozos de Lima vivía el síndrome de la adolescencia, porque de otra manera no me explico como llegé a ese libro. Recuerdo haber leído absorto sus páginas con aquel personaje angustiado por su propio yo: Harry Haller
Ahora gozo leyendo al otro Hesse, el que podría emocionar a un lector local, nacido entre la nieve del invierno y la canícula del norte. Para leer a Hesse hay que leer con el corazón. Y sobre todo presentir su espacio, la Selva Negra, majestuoso paisaje que lo vio nacer, cuyos bosques puedo ver mientras escribo. Ahora gozo también leyendo a Hesse en su idioma, que no es mi idioma materno, pero ha pasado a ser como si lo fuera. Es un idioma fuerte pero hermoso cuando se lee a Hesse.
Ahora que ha llegado el frío del invierno, decía, los libros de Hesse son un buen refugio para olvidar el frío. Esta vez he vuelto al libro titulado „Über das Glück“, una recopilación de relatos, prosa poética y poesía que impregna a cada página ese amor a los campos y a los ríos. Hesse es un amante de la naturaleza, un romántico y un sentimental que hacía fluir por su piel las leyendas mitológicas de las selvas de su tierra. Dicen que sus pasiones eran caminar, contemplar cuadros y leer libros.
Esta vez, releyendo „Über das Glück“, me he encontrado con la prosa poética titulada Winterglanz. Contemplar la nieve todavía impregnada en los montes y los bosques cercanos de mi casa duplican la imagen que el mencionado relato aborda.
El relato describe que ha nevado cuatro noches y tres días sin pausa sobre un pueblecillo que está abigarrado de la amposidad del agua congelada. Las puertas de las casas y las entradas de los sótanos están ocultos para los que no la han limpiado con puntualidad la nieve. Muchos maldicen el frío y la nieve en el pueblo, sin embargo otros la glorifican, como nuestro personaje del relato que es feliz con la nieve.
Él, mientras vuelve al pueblo caminando sobre la nieve, describe la maravillosa naturaleza que se presenta delante de sus ojos: „Der Himmel stand rein und blau bis in unendliche Fernen offen...“ (1).
De pronto ve caminar delante algo pequeño. Se trata de un niño que va tarareando una melodia que él no logra reconocer pero que está seguro que la ha escuchado en alguna parte. Al final dice que en un día como ese se puede llegar a escuchar melodías y ver cosas que ya se ha escuchado y visto con frecuencia, pero que sin embargo nunca se han visto y nunca se han escuchado.
El texto, que fue escrito en 1905, es maravilloso. Atrevidamente poético. En todo eso he pensado mientras veía caer la nieve sobre Karlsruhe, hasta que las noticias desgarradoras tras el terremoto en Haiti me han despertado de mi sueño.
(1) „Über das Glück“. Hermann Hesse. Winterglanz, página 76.
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