Arriba, portada de la traducción alemana del libro "El largo viaje" de Jorge Semprún. Editorial Suhrkamp.
„Las palabras son cosas tiernas,
intratables y vivas, pero están hechas
para el hombre y no el hombre para ellas“
Cesare Pavese
intratables y vivas, pero están hechas
para el hombre y no el hombre para ellas“
Cesare Pavese
Por Jose Carlos Contreras
Las únicas veces que he visto a dos escritores de habla castellana presentando un libro en los auditorios más bellos del mundo fueron en Alemania. El primero, Mario Vargas Llosa, cuya voz casi ronca de tanto leer rebotaba por las paredes de la bella sala de la Universidad de Heidelberg (la universidad más antigua de Alemania); el segundo, Jorge Semprún, en la sala del castillo de Karlsruhe. Dos bellos lugares para dos literatos singulares. Pero de ambas citas me quedó grabada para siempre la sonoridad de la palabra de Jorge Semprún y sobre todo su mirada que parecía que abarcaba todo el universo desde un punto del norte de Baden - Würtenberg.
Jorge Semprún ha muerto en París este martes siete de junio de 2011, la televisión Euronews lo acaba de anunciar a través de su cinta informativa que parpadea sin parar trayendo las novedades del planeta. Ese planeta que Jorge Semprún trató siempre de desmadejar, de desatornillar las puertas horripilantes de los cancerberos del mal y tratar de entender los vericuetos poco intelegibles y salvajes que encierra la vida, la sin razón, la maldad y sobre todo el cinismo.
En este momento que escribo su nombre, la imagen de Jorge Semprún revolotea mi casa y se transforma en suave viento que envuelve la noche de la ciudad donde vivo, Karlsruhe. En esta ciudad, hace varios años atrás, lo escuché hablar de Buchenwald, el campo de concentración donde estuvo confinado durante el nazismo, lugar – que si es cierto que los fantasmas existen- habrán cerrrado la puerta para siempre.
Esa noche Semprún también habló de Vallejo, sí, del poeta peruano César Vallejo, habló de su universalidad y de su verso luminoso que se atreve a alumbrar la oscuridad de los humanos. Vallejo también murió en París, como Semprún. He leído tantas cosas de él, lo digo porque leerlo – o releerlo- es el mejor homenaje que se le puede brindar a un escritor que nos deja solo y no volverá jamás.
¿Por dónde no habrá andado Jorge Semprún? ¿qué cantidad de idiomas habrá pronunciado su boca? ¿cuántos lo recordarán ahora como yo, a pesar de haberlo visto apenas unas horas?. Dicen que los hombres superiores subsisten en el recuerdo a pesar de haberlos presenciado unos segundos. Jorge Semprún tenía una corona de ángeles en el cuerpo y tengo la seguridad que aquella noche la ciudad de Karlsruhe estaba más iluminada con su presencia.
Recuerdo que me acerqué a él mientras le rodeaban los admiradores de su obra y de su personalidad política. Recuerdo que nos miramos – esto último se ha convertido en mi memoria como un espejismo onírico y frágil de confirmarlo- y hablamos de Vallejo, de ese peruano que escribía poesía con una piedra blanca sobre un hueso húmero. No recuerdo más, sólo su lumínica presencia, sus ojos abarcando el mundo y su pelo plateado con una belleza de un Dios.
No he vuelto a conocer a nadie con una presencia tan iluminada como él.
Las únicas veces que he visto a dos escritores de habla castellana presentando un libro en los auditorios más bellos del mundo fueron en Alemania. El primero, Mario Vargas Llosa, cuya voz casi ronca de tanto leer rebotaba por las paredes de la bella sala de la Universidad de Heidelberg (la universidad más antigua de Alemania); el segundo, Jorge Semprún, en la sala del castillo de Karlsruhe. Dos bellos lugares para dos literatos singulares. Pero de ambas citas me quedó grabada para siempre la sonoridad de la palabra de Jorge Semprún y sobre todo su mirada que parecía que abarcaba todo el universo desde un punto del norte de Baden - Würtenberg.
Jorge Semprún ha muerto en París este martes siete de junio de 2011, la televisión Euronews lo acaba de anunciar a través de su cinta informativa que parpadea sin parar trayendo las novedades del planeta. Ese planeta que Jorge Semprún trató siempre de desmadejar, de desatornillar las puertas horripilantes de los cancerberos del mal y tratar de entender los vericuetos poco intelegibles y salvajes que encierra la vida, la sin razón, la maldad y sobre todo el cinismo.
En este momento que escribo su nombre, la imagen de Jorge Semprún revolotea mi casa y se transforma en suave viento que envuelve la noche de la ciudad donde vivo, Karlsruhe. En esta ciudad, hace varios años atrás, lo escuché hablar de Buchenwald, el campo de concentración donde estuvo confinado durante el nazismo, lugar – que si es cierto que los fantasmas existen- habrán cerrrado la puerta para siempre.
Esa noche Semprún también habló de Vallejo, sí, del poeta peruano César Vallejo, habló de su universalidad y de su verso luminoso que se atreve a alumbrar la oscuridad de los humanos. Vallejo también murió en París, como Semprún. He leído tantas cosas de él, lo digo porque leerlo – o releerlo- es el mejor homenaje que se le puede brindar a un escritor que nos deja solo y no volverá jamás.
¿Por dónde no habrá andado Jorge Semprún? ¿qué cantidad de idiomas habrá pronunciado su boca? ¿cuántos lo recordarán ahora como yo, a pesar de haberlo visto apenas unas horas?. Dicen que los hombres superiores subsisten en el recuerdo a pesar de haberlos presenciado unos segundos. Jorge Semprún tenía una corona de ángeles en el cuerpo y tengo la seguridad que aquella noche la ciudad de Karlsruhe estaba más iluminada con su presencia.
Recuerdo que me acerqué a él mientras le rodeaban los admiradores de su obra y de su personalidad política. Recuerdo que nos miramos – esto último se ha convertido en mi memoria como un espejismo onírico y frágil de confirmarlo- y hablamos de Vallejo, de ese peruano que escribía poesía con una piedra blanca sobre un hueso húmero. No recuerdo más, sólo su lumínica presencia, sus ojos abarcando el mundo y su pelo plateado con una belleza de un Dios.
No he vuelto a conocer a nadie con una presencia tan iluminada como él.
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