Los cambios tecnológicos siguen marcado el ritmo de vida de los seres humanos. Cuando Johannes Gutenberg sacó de la chistera el invento que revolucionó la comunicación sobre un pliego, fue un gran acontecimiento que multiplicó un escrito en un „cubo de papel con hojas“ como decía Borges, convirtiéndose en la forma más utilizada para producir un texto hasta nuestros días, y, que en 2009, en medio de las pitonisas y los gurús, se contrapone con el anuncio de la futura muerte del libro y por tanto, de todo material masivo impreso. La realidad indica que internet está afectando la venta de periódicos tal como lo conocemos, no obstante, eleva el número de lectores que visitan a nivel global el portal de un medio de prensa. La televisión entró a competir con los periódicos a través de la red. Y muchos periódicos se están convirtiendo en televisión por el modo de informar con imágenes que propagan a través de su web. La radio también lo está haciendo. Pero el libro, el patito feo de esta historia, está siendo objeto de oscuras premoniciones. Diría, hasta con mala intención. Ese libro, al cual muchos de nosotros nos acercamos noche a noche, o en las pausas del trabajo o mientras viajamos en el metro o en el avión, dicen, tiene los días contados. No lo creo. Es mas, la profecía me causa gracia porque nunca en la historia de la humanidad se han vendido y producido tantos libros como ahora.
Lo que pasará en el próximo siglo es hasta el momento inverosimil, pero no hay que ser aguafiestas, porque mientras todos compremos libros, el libro no morirá, al menos que los prohiban, o, los gobiernos empujados por grupos de presión, emitan leyes donde se deje de usarlos para utilizar otras formas tecnológicas que los suplanten. Borges, que se imaginaba una biblioteca invadida por toda la riqueza escrita del universo, frunciría el ceño y se metería en el bolsillo su reloj de arena. Google empujado por el afán de archivar todos los libros de las bibliotecas más importantes, lo que se agradece, no nos impedirá perder el ánimo de levantarnos un día y abrir con nuestras manos esas ventanas al paraíso que son los libros, excepto, que estemos en una isla o sentados al pie del Huascarán o el Himalaya o impedidos de tener un libro en las manos. El libro nunca morirá.
Cada vez que me topo con lectores viajando con un libro bajo los ojos o entre los brazos en el metro de Madrid, de París, o en los parques de Lisboa o en la biblioteca de Karlsruhe, e inclusive cuando visito casetas llenas de libros en un famoso perímetro para coleccionistas cerca del río Rímac, en Lima, o paseo por calles llenas de librerías rebosantes de libros como en el verano (europeo) pasado en Juliaca, Perú, en contraposición a los e-books y papel electrónico, me viene a la memoria Julio Verne o Umberto Eco. Ambos, desde distintos puntos de vista han hablado de la evolución de la tecnología como amenaza u oportunidad. Verne nos cautiva con su literatura de maquinas e inventos fantasiosos; mientras que Eco abordó la dicotomía entre apocalípticos e integrados. Un invento o una novedad tecnológica no necesariamente erradica costumbres ni se yuxtapone a una acción habitual. Al contrario, puede enriquecer, pero está sujeto a comparaciones.
La discusión tiene para rato. Pero no me vaya a tildar alguien de propagar la „tecnofobia“. Las tecnologías, reitero, de una u otra manera, pueden amenazar, y por otro lado pueden presentar una oportunidad, pero no necesariamente hacer del ser humano un personaje feliz. Por ejemplo, mi hijo que en enero de 2009 acaba de cumplir dos años utiliza desde hace seis meses el ordenador en su nivel más primario. No explicaré como evolucionó en él ese uso. Al principio solo repitía como actitud psicomotriz el encendido de la computadora, el monitor y el movimiento del ratón paralelamente con la flecha en la pantalla (en casa tenemos dos ordenadores instalados en la habitación de trabajo). Al comienzo le hacía ver en castellano dibujos animados de you tube, para activar en él mi lenguaje materno como enriquecimiento al proceso de bilingüismo que está desarrollando en Alemania, y ahora, habilidosamente escoge vídeos moviendo la ruedita del ratón, apunta con la flecha el film elegido y hace clic sobre su botón derecho y está servido.
Por lo tanto no fomento la tecnofobia, pero sí el amor al libro tal como lo conocemos, porque ,es resaltante, que mi vástago, luego de una media hora de ver dibujos animados en castellano, inglés o alemán, recurre – muchas veces- a sus libros (ya tiene 22, el tercio de ellos destrozados) y los observa con el mismo detenimiento que al monitor del ordenador. Las figuras de los libros, con sus colores y formas, y los textos que aún no entiende, lo embelesan tanto como una buena imagen (no se olviden que la textualidad electrónica es un solo objeto inmerso en el mismo soporte: la pantalla iluminada, que es distinto a un libro y puede transmitir frialdad en algún momento, inclusive atosigamiento). Los libros en casa son para el peque como muñecos rodantes porque se los lleva a la cama, a la cocina, a la bañera (también hay libros a prueba de agua) y por todas partes de la casa. No sé como reaccionaría con un e-book, pero este ejemplo, tan banal y cotidiano, hace del libro una fuente de inspiración y deleite para todos. No me imagino llevarme un e-book a la mejor esquina de mi casa o a la playa, donde hay tanta arena, o tirarlo como tiro a veces los libros cuando tengo premura o cubrime la cara como lo hago en el verano bajo el sol con un libro antes de quedarme dormido. El simple hecho de tocar un libro, olerlo, marcarlo y remarcarlo, prestarlo, copiarlo, besarlo, hace que sea único.
Por lo tanto, soy muy optimista con la vitalidad del libro, a pesar que me dejé arrastar en un momento por la marea tecnológica de los e-bokks. Decía que soy optimista porque la última generación gozó con la magia de Harry Potter a través de un elemento llamado libro. No conozco a ningún niño en Alemania que haya osado leer Harry Potter por Internet (existen traducciones y apócrifos y no apócrifos para todos los gustos). Inclusive el fenómeno que encandila a los pequeños continúa de la mano de otros autores como Christopher Paolini (Eragon) o Cornelia Funke (Tintenherz). No creo definitivamente que esos adolescentes se despeguen tan facilmente de la mejor manera de leer: un libro. Estoy seguro que la generación de mi hijo no dejará de lado al libro por lo menos en un siglo (aquí en Alemania y en otras partes del mundo, mucha gente llega a los 90 años con las aptitudes deslumbrantes).
Las tecnologías están bien, pero, ¿a quien de verdad le conviene más que los e-books sean el libro del futuro? Pues a los vendedores de e-books. ¿A quién más le conviene propagar la idea de que el libro morirá? A los fabricantes de e-bokks. Para eso tendremos que morirnos muchos de nosotros y pasar, por lo menos, un par de generaciones. El libro está con vida. Otra cosa es que se discuta alrededor del libro y su problemática. Eso es harina de otro costal.
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