jueves, 27 de octubre de 2011

ANTOÑETE, EL TORERO QUE VI EN LIMA SE HA IDO PARA SIEMPRE

Arriba, portada del libro „El toreo“ de Luis Bollain (Fuente fotográfica: http://www.iberlibro.com/ ). Abajo, la Plaza de Toros Las Ventas de Madrid, y, más abajo, uno de los ambientes del museo de la Plaza de Toros de Acho, en Lima, Perú. Fotos: Literatambo (las dos últimas fotos, excepto la del libro) .






Ha muerto Antoñete.
¡Qué viva Antoñete!

De mi abuelo, que venía a ver las corridas montado a caballo hasta la arena más antigua de América, me viene la tradición o la afición (destartalada en los últimos tiempos). Èl fue el primero que me hablaba de toros, cuando las corridas no estaban llena de muleteros que aburren, ni mercaderes del desplante, porque antes se lidiaba, no sé, es un decir, antes se apreciaba un toreo más diferente; claro, el ritmo era otro, y los tiempos pasados siempre nos llenan de tópicos y leyendas. En esa misma plaza, la más antigua de América, ya remodelada para los nuevos tiempos, vi torear en los años ochenta a Antonio Chenel Antoñete. Fue uno de los toreros, aparte de Curro Girón, Joaquín Bernadó, Curro Romero, Franco Cadena, Morante de la Puebla, que más me han llamado la atención. Sobre la arena de Acho lo vi dudar, porque decían que ya se había retirado, y que sin embargo insistía en ponerse delante de un toro. Pero cómo lo hacía, con una magia rara, tan rara a mis ojos que parecía que yo era el que toreaba a su lado. Así toreaba Antoñete, despertando fantasías al espectador.

Vi a un hombre valiente que transmitía una emoción indescriptible, cada pase era para mí como si estuviera a su lado, decía, soplando el miedo y arreando a la muerte. Esos toreros siempre me han llamado la atencion y me han quitado el aliento. Ahora que Antoñete dejó de existir me ha venido a la cabeza la vez que lo vi torear, una tan sola, pero sin embargo, la retina de los recuerdos lo tiene bien archivado. Lima es una ciudad pálida, como lo describe el fabuloso escritor Herman Melville en Mobi-Dick (él lo tilda de triste), y ver a Antoñete ejecutar un pase de pecho alegraba el cielo primaveral azulino tirando para el luto en un albero cuyos espectadores veían con gran respeto al maestro. Yo lo miraba desde el tendido nueve de sol. Siempre me ha gustado ese tendido de Acho, porque está frente a la puerta de toriles, por donde tenía la costumbre soñadora de hacer que la salida del burel fuera un poema lento para admirar el excelso movimiento de tan hermoso animal.

Alguien me dirá que maltratar a los animales es una acción horrenda: claro que lo es, sin duda alguna, pero si tú amiga, amigo, no eres vegetariano también llevas la culpa a cuestas. Lo digo para no provocar escarnio en este blog, y lo repito, porque el mundo de los toros es un mundo que está de capa caída. Por eso Antoñete para mí siempre ha sido el símbolo del clasicismo, de la estética y de la seriedad en los ruedos, del matador que hubiera pintado Picasso, solitario en el centro de la Plaza citando al animal con su grito ronco que se volvió más ronco con el paso del tiempo (a Antoñete lo vi y lo escuché por última vez a través de la televisión, creo que en canal plus).

Como el destino es como un toro burriciego, no tuve la suerte de compartir el último adiós al maestro en la Plaza de las Ventas porque la obligación echa veinticuatro horas de adelanto me lo impidió. Yo que pensaba que iba a tener la suerte de asistir a su velatorio en esa tarde de llovizna en la capital de la tierra de Cúchares me quedé acurrucado en mi habitación de hotel recordando a mi abuelo (que nunca vio a Antoñete, pero si a Manolete) y recordando a Antonio Chenel regalando estaturarios que contemplé desde el tendido nueve.

Hasta siempre Antoñete.


(Jose Carlos Contreras A.)

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