jueves, 20 de septiembre de 2007

El Charco

por José Carlos Contreras Azaña

En el cuarto de mi abuelo hay una foto donde se ve a un hombre saltando un charco. Siempre me pregunté, ¿en qué ciudad del mundo salta un hombre un charco de forma tan elástica, tan elegante, como si delante de él hubieran miles de reflectores para iluminar su danza de ballet ? Será en Europa, en América, en Asia. Siempre tuve esa maldita duda. Hasta ahora, en que me encuentro en la misma situación del hombre que fue fotografiado. Ahora intento saltar este charco que está delante de mis zapatos. Salto y de pronto me despierto. Cada mañana me despierto cuando tomo fuerzas para saltar el charco o me quedo detenido en ese instante en que el cuerpo vuela luego de haber abandonado el piso tras el impulso. Maldito despertador, digo. Llega la hora del trabajo. Levanto las persianas y luego abro las ventanas. Saco la cabeza y veo la calle. Entonces me encuentro con ese hombre de nuevo tratando de saltar el charco como en la foto que había en el cuarto de mi abuelo. Lleva saco oscuro y zapatos impecables. No le veo la cara y lleva sombrero. No hay sol. No es Lima, ni Madrid. No es Ciudad de México, ni Buenos Aires. Es una calle de Alemania con la única esquina empedrada donde se acumula el agua después de la lluvia. De pronto el hombre voltea. Creo que se ha dado cuenta que le observo. Me levanta la mano y hace un gesto que no llego a comprender. Al costado de la ventana tengo unos binoculares, los tomo y apunto a la cara del hombre delante del charco. Agudizo los lentes girando con mis dedos el disco del largavistas. No veo nada. Suena el segundo despertador que cronometro si el primero no ha podido despertarme. Me levanto. Las ventanas están abiertas y a mi lado duermen los binoculares. Saco la cabeza por la ventana. Hay mucho sol y nadie anda por la calle, pero alguien acaba de timbrar la puerta de mi casa.

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